domingo, 22 de enero de 2017

Creer en ti... otra vez

 
Han pasado años. Años en los que al despertarte, nada más abrir los ojos, antes incluso de que sonase la alarma, lo primero en lo que pensabas era él. Lo primero que veías era a él. Años en los que pasase lo que pasase, fuese bueno o malo, una locura o una desgracia, querías compartirlo con él. Años en los que él era el principio de todo pero también era el final. Años en los que su nombre, su presencia, su sonrisa, su mirada,... sus besos te perseguían, donde fueses, con quien estuvieses, hicieses lo que hicieses. Años en los que él parecía llenarlo todo. Y lo hacía. Lo llenaba.
 
Pero él se fue y es prácticamente imposible que te quites las alas que él puso una vez sobre tu espalda, para que supieses qué se sentía al volar, y desterrar -al hacerlo- esa sensación de libertad, de euforia, de plenitud infinita que ese vuelo (y todos los demás) te hacía creer que podías con todo y todos. Es imposible arrinconar en lo más profundo de tu alma una emoción tan plena, tan vital, tan llena de otras millones de sensaciones e ignorarla como si nunca hubiese existido ni formado parte de tu vida, de ti. Es como mirarte al espejo e intentar convencerte de que la imagen que ves reflejada no eres tú, porque lo eres.
 
 
Cuando una mañana abres las ojos y ves el vacío de una almohada que hacía poco estuvo ocupado, sientes las sábanas frías en ese hueco que antes no estaba y sonríes para ti en vez de para alguien, te das cuenta que algo realmente ha cambiado. Y no es el hecho de que él ya no esté a tu lado, compartiendo tu vida, tus miedos y tus alegrías, sino que esa fe ciega que él había insuflado en ti a golpe de plumas y alientos ya no está. Ese creer en ti se ha esfumado de la misma manera que lo hizo él: con rapidez, como cuando te quitas una tirita de un solo tirón porque estás convencido de que dolerá menos.
 
 
Él no marcaba tus pasos ni tus pautas ni tu destino pero te ayudaba a decidir, lo hacía más fácil. Ahora, sin él a tu lado, pareces sentirte perdida, sin brújula, sin rumbo, sola.
 
Decides entonces, porque sí, una buena mañana, que quieres hacer mil cosas. Y todas esas cosas en las que empiezas a sumergirte, nuevas y abrumadoras a la vez, parecen llenarte de nuevo, hacerte sentir segura. Te ayudan a recordarte cómo ser un poquito más tú. Al fin y al cabo, eres tú la que controlas qué hacer, cuándo y con quién. Y esa sensación de poder te ayuda a camuflar la inseguridad y el miedo que implantaste en lo más profundo de tu ser pero que, tal y como hacen las termitas, te va carcomiendo de dentro a fuera sin que apenas te des cuenta.
 
 
Han pasado años desde que él no está. El vacío en la almohada y el frío de las sábanas no han vuelto a llenarse desde entonces. No, al menos, de la misma manera intensa que lo hizo él. No con la confianza ni la fe ciega que él sembró en ti.
 
Te olvidaste de volar. Ni siquiera recuerdas cómo se hace. Es más, estás convencida de que no sabrás hacerlo. Como hacen los polluelos en su primer vuelo crees que, al lanzarte al vacío, caerás como el plomo contra el suelo. Tú misma te has inducido a creer que es más seguro dejar las alas guardadas en un baúl que colocártelas de nuevo en tu espalda y volar de nuevo.
 
 
Te escondes. Huyes. Corres. Levantas muros casi imposibles de derribar. Te escudas tras frases recurrentes que, más que bien, te hacen mal. Te faltas al respeto a ti misma. Ni siquiera eres capaz de mirarte al espejo y sincerarte contigo misma. Tienes miedo. ¡Reconócelo! Estás abrumada, asustada y enclaustrada bajo una imagen que proyectas de ti misma que no se corresponde con la realidad. Estás perdida. Te sientes perdida.
 
 
Es fácil decir a otro cuándo debe colocarse las alas de nuevo, en qué punto exacto hacerlo y cuándo agitarlas para probar su vuelo e, incluso, con quién o dónde debería hacerlo. Lo difícil, en estos casos, es ser ese "otro".
 
¿Pero cuándo sabemos nosotras que el momento ha llegado? ¿Que esa persona, ese lugar y ese sitio son los adecuados? ¿Cómo sabemos que debemos intentar volar de nuevo... ahora?
 
A pesar de los años que han transcurrido, poner mi vida en manos de una persona nueva no me atrae lo suficiente. Ni siquiera sé si estoy preparada para arriesgarme a replanteármelo siquiera. El caso es que, si no estuviese replanteándomelo, no estaría escribiendo esto, ¿no? O quizás, seguramente, es porque estas últimas semanas me han dado tantos empujones hacia el precipicio que me he visto obligada a desempolvar mis alas y, al menos, detenerme a pensar si me apetece volver a intentarlo. Al menos, para no caer y estamparme. 
 
 
Quisiera que las cosas fuesen diferentes; que todo fuese más fácil, más desinteresado. Que el hecho de querer volver a surcar el cielo no supusiese jugártela a un órdago. Que, al menos, tuvieses ocasión de redimirte; una repesca o algo parecido. La opción de borrar tus errores y volver a intentarlo de nuevo desde el principio, sin reproches ni arrepentimientos. Un borrado de memoria en toda regla si te equivocas o fracasas. Así, al menos, intentarlo no parecería tan tétrico... ni tan arriesgado. No daría tanto miedo y sería infinitamente más fácil. ¡Qué deciros!
 
 
Pero es lo que hay. Lo que tienes ante ti es lo que hay. Ni más ni menos. Él, tú y unas nuevas alas que puede que se ajusten como una pieza de un rompecabezas a tu cuerpo... o no. ¿Quién puede saberlo? Solo tú puedes averiguarlo si las pruebas. Solo tú eres capaz de saber hasta qué altura esas nuevas alas te harán volar. Solo tú tienes poder para decidirlo. Ni los empujones ni el abismo del precipicio. Solo tú.
 
 
Porque, independientemente de lo que digan todos a tu alrededor, de lo que sientas, de lo que se te pase por la cabeza, puede ser que -además- él también tenga miedo de intentar volar de nuevo. Y quizás a él también le aterre la idea de probar unas alas que -en sus tiempos- lucían unas flamantes plumas y una increíble estructura, casi titánica, extraordinaria, pero que perdieron lucidez con el tiempo. Y a lo mejor, quién sabe, puede que exista una mínima posibilidad de que él esté en este mismo momento exhumando sus propias alas, su propio yo, pensando en ti. ¡Quién sabe!
 
"¿Por qué contentarnos con vivir a rastras cuando sentimos el anhelo de volar?" Helen Keller.
 
 

2 comentarios:

  1. El duelo nunca es fácil, y creo que aunque aprendes a vivir y todo se supera, siempre queda una marca.
    Precioso post!
    Un saludo

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  2. Por desgracia, María, vivo a mi alrededor muchas pérdidas amorosas, matrimonios fallidos, relaciones conclusas, infidelidades, rendiciones, dejadez... Demasiados motivos y demasiadas excusas al mismo tiempo. ¡Y claro que es difícil el duelo! Pero lo que yo creo que es aún más complicado, mas aterrador, es querer volver a intentarlo de nuevo. Esas ganas son las que más vértigo infunden. Y solo unos pocos valientes son capaces de arriesgarlo todo por el nada, al dosciento por ciento, sin arrepentimientos.
    Gracias por tus palabras. Siempre es agradable saber que te leen y que se identifican con lo que escribes.
    Un abrazo
    Pilar

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